Espectáculos (cuento)
A Brenda Basurto
Iba por la segunda taza de café de la mañana, cuando leyó la nota en las páginas del periódico. Se acordó que hace dos o tres días había leído casi lo mismo; variaba el nombre, el lugar, incluso la fecha —bien podía ser el caso de que encontraran a la muerta durante el transcurso del día anterior, o del anterior al anterior—, pero no la sección. «Espectáculos». Sorprendido esta vez por repetir el hallazgo, se preguntó hasta qué punto habían tenido que llegar los asesinatos, para que el editor del periódico tuviera que ponerlos donde los chismes de la televisión. ¿Hasta qué punto? Y mientras que con una mano sostenía la taza de café cargado; y con la otra el periódico, escuchaba como, por encima de su cabeza, en el cielorraso, unos sendos pasos se movían, descalzos, de habitación en habitación. Del baño a la primera recámara; de la primera recámara al baño; y vuelta otra vez a empezar.
—¡¿Ya…?! —preguntó; al tiempo que dejaron de oírse los pasos en el cielorraso de la cocina.
—Ya casi voy, papá —contestó la pequeña Anne—. ¡Espera!
Pero todavía se iría a tardar mucho más. Tenía por costumbre despertarse justo a la hora, y siempre se le terminaba haciendo tarde para desayunar. Si los cálculos no le fallaban, el próximo verano haría los catorce años. Cursaba la escuela secundaria. Y se pasaba las horas, o la mayor parte de las horas, fumándose kilos y kilos de música, encerrada en su cuarto; las orejas cubiertas con los AirPods, el chasquido de sus labios en silencio entonando la canción —una canción lofi, por supuesto—, y el recuerdo: una mujer que camina sola por la calle, que atraviesa palmo a palmo la avenida con el semáforo en rojo, que se detiene, se mira en una vidriera, y se ata el cabello…, y que luego entonces, sin darse cuenta, desaparece. Mamá. ¿A dónde te fuiste, mamá? ¿Por qué dejaste que te desaparecieran, mamá? ¿Mamá…? Solo silencio.
*
Sentado a la mesa de la cocina, con las piernas dobladas una por encima de otra, hizo entonces una mirada rápida hacia el plato del desayuno de la pequeña Anne. Huevos a la mexicana; pan con mantequilla; fruta en rebanaditas; y un vaso de leche tibia, en cuya superficie blancuzca nadaban en círculos pequeños trozos de nata, como un banco de peces en una pecera. «¡Iugh…!», carraspeó. Pero al cabo su mirada se concentró en el mantel de la mesa de la cocina, ¡en las flores del mantel de la mesa de la cocina! Y fue entonces que, en vista de que la pequeña Anne se iría a tardar mucho más, y todavía sin cerrar completamente el periódico, movido quizás por la curiosidad, esas malditas ganas de a veces querer ser otro, se dispuso a cerrar los ojos…, y a imaginarse al señor editor. Pero lo cierto era que apenas sabía nada del editor, y mucho menos del trabajo que hace un editor —Él era arquitecto—, así que en su mente solo afloró la imagen viva de un hombre sin rostro, sentado a la máquina de escribir, escribiendo. Tal vez los editores de aquel periódico ya no hicieran uso de esos aparatejos, ni los de aquel ni los de cualquier otro, pero la máquina, así como la pluma y el papel, era quizá una de las herramientas que cualquier persona hubiera asociado con quien se dedica a escribir.
—Ahora sí ya voy, papá —gritó desde su habitación la pequeña Anne—. Cinco minutos más.
Pero Él apenas le prestó atención. Por el contrario, mantuvo los ojos cerrados, como dormido, y continuó esforzándose en imaginar al señor editor. Lo vio haciendo rabietas, rompiendo las hojas escritas y tirándolas luego en el tacho de la basura. Y lo vio, también, sufriendo cada mañana ante la máquina de escribir; la cara desdibujada, repleta de llanto y de dolor y de ira. Un cuadro triste, a fin de cuentas, por el que no valía mucho la pena detenerse ahí. Así que entonces se puso mejor a pensar en la muerta, la tal Anastasia García, hallada la noche anterior. ¿Quién era esta chica? ¿Qué circunstancias habían girado en torno a su muerte? Y lo que es más, ¿qué hijoeputa se había atrevido a hacer algo así?
El hecho lo encolerizó.
Trató de calmarse, respiró honda, pesadamente, y acto seguido apretó las hojas del periódico como si quisiera volver añicos la realidad. Dos pies, con sendos zapatos negros de agujeta, comenzaron a bajar. «Tap tap tap tap». Dos pies, con sendos zapatos negros de agujeta, comenzaron a subir. Se escuchó: «¡La tarea!». Y luego, también, batirse las puertas de la recámara, del clóset; sumergir unas manos gelatinosas en las profundidades de los cajones, a ver si por ahí se hallaba la dichosa tarea, cosa de dos recortes y una breve semblanza acerca de la Segunda Guerra Mundial. Tuvo miedo. Supo que, si continuaba imaginando el rostro del asesino, un rostro que adivinaba a aburrimiento, y a sangre, y a fetidez, tarde o temprano acabaría por alcanzarlo con el pensamiento. Lo hallaría en esa dimensión oscura que es la mente. Y de ahí no volvería jamás. Claudicó. Se escuchó entonces un gritó desgarrador desde la puerta del baño, pisadas que avanzaban rápidamente en dirección hacia Él; una voz estentórea que le decía: «¿Papá, estás bien?». Pero Él no podía abrir los ojos. Por más que se esforzaba, no podía. No podía. Era imposible. Era como si alguien le hubiera cosido con hilo los ojos, y se hubiera marchado a hurtadillas poco después. «¿Papá…?».
—Sí… sí, estoy bien. Ándate a comer…
—¿Ah? —gritó desde su habitación la pequeña Anne—. ¿Qué dices, papá? Sigo acá arriba. Te dije que cinco minutos más.
*
Quince perros encarnizados, violentos, aparecieron gruñéndole en la oscuridad de la cabeza. Y por primera vez tuvo la impresión de que le sería imposible escapar de ahí. Recordó la escena trágica de una novela, donde el protagonista, tras un sueño intranquilo, no puede despertar. Miró en todas las direcciones, manoteando a los perros encarnizados que cada vez se le aproximaban más, y descubrió una puerta. La tomó. Pero los perros no lo dejaban de perseguir. Así que fue abriendo más y más puertas, puertas que aparecían consecutivamente no bien terminaba de cerrar la anterior, hasta que por fin vislumbró el final de su empresa. Un páramo desolado, donde a lo lejos una veintena de tornados se movían cadenciosamente, y cuya fuerza descomunal engullía todo hacia sí. Se retrepó en una piedra, divisó la espesura del horizonte, las nubes negras que se agrietaban en el cielo plomizo, y envuelto por unos gritos que en aquella tierra sin ley se escuchaban desde todas las direcciones, se sentó con las piernas cruzadas y se puso a pensar. En los feminicidios, o en lo lindo que sería que no existieran los feminicidios, o, mejor aún, que nunca hubieran existido.
Vio desaparecer entonces la palabra, camuflarse como un pececillo cualquiera en el río de las definiciones; un río oscuro, indómito, cuya fuerza descomunal arrastraba a lo más profundo de las aguas a cualquier ser vivo que anduviera merodeando por ahí. Un monstruo. La palabra se enterraba en la arena, quedaba sepultada para siempre de la memoria de los hombres, y con el tiempo se olvidaban de ella, como si nunca nadie la hubiera escrito, ni pronunciado, ni sabido. «Ah, pero qué maravilla», se dijo. Y dio un respingo a la mesa de la cocina. Levantó ambos brazos, apretó todavía más fuerte los ojos, y sin soltar ni por un instante la taza de café, y menos aún el periódico, comenzó a dar de tumbos como un niño que, durante la noche, se levantase a buscar el interruptor. Digo, vio desaparecer la palabra…, y después vio aparecer a las mujeres mexicanas, a todas las mujeres mexicanas, por las calles que conducen hacia el Monumento a la Revolución. Atravesaban el Paseo de la Reforma, franqueaban al unísono los semáforos en rojo, se detenían por Insurgentes, bordeando a los canillitas y a los puestos de Hot Dog, y reemprendían el paso, algunas desbordando por la calle París, otras por la Ignacio Ramírez, y solo unas cuantas por el Monumento a Colón. Pero la imaginación no se detuvo ahí. No se detuvo ahí. Y poco después vio, también, resurgir de la tierra a todas aquellas mujeres que llevaban ya muchos años de muertas, y cuya cifra el Estado suponía en más de 2666; con los ojos absortos y las manos abiertas, el cabello cenizo recuperando el tono de su color, salían de sus cajas donde habían sido enterradas, ¡se levantaban! Avanzaban sigilosamente por los caminitos de tierra de los cementerios, y se unían a la marcha.
La pequeña Anne al fin bajó a la primera planta. Se internó a la cocina haciéndose una coleta, y con las calcetas a medio subir. Se detuvo. Observó a su padre. Le tiró de la camisa. Pero Él apenas pudo responder: «Sí…, sí. Ándate a comer…».
Pero también vio muchas otras cosas más. Investigaciones que se resolvían. Números fríos, y fotografías, y vídeos, y reportajes, y aburrimiento, que acababa por desaparecer. Y cruces a orilla de carretera. Y cuerpos que flotaban en medio de tinacos abiertos. Y madres que, después de mucho tiempo, han llegado al final de un peregrinaje tortuoso y siniestro, y se han reencontrado con sus hijas (una maravilla). Y una tierra que se sana, y que se llena de jacarandas. Porque incluso puede ver ahora, en medio de aquel torbellino que sucede tan rápido como las cosas al otro lado del autobús, las figuras recortadas de esas otras mujeres que hasta ayer nunca nadie las había encontrado, ¡las desaparecidas, carajo!; una mujer que camina sola por la calle, que atraviesa palmo a palmo la avenida, que se detiene, se mira en una vidriera, y se ata el cabello…. Y Él la ve, y la persigue, gritándole ¿a dónde vas? ¿dónde estuviste todo este tiempo?… «¿Papá, estás bien?». Suelta la taza de café, que se estrella en el suelo sucio, y el periódico se deshace en el aire, «¡papá!», y Él vuelve a gritar: ¿a dónde vas?… Y todas las mujeres se reúnen al fin en el Monumento, hacen un semicírculo en la explanada aquella donde los niños acostumbran bañarse en los días de sol, pero qué es lo que sigue para nosotras, qué nos asegura que esto no volverá a ocurrir otra vez. Habrá mejor que dividirnos, dice una. Sí, adueñarnos de una parte solo para nosotras, apunta otra. Sopesan la idea. Guardan silencio. ¿Y sí mejor no nos largamos? ¡Sí, hay que largarnos!, se escucha que gritan adelante. ¡Hay que largarnos!, se escucha que gritan todas. Se embarcan en aviones, asoman la cabeza como último recuerdo antes de irse para siempre. El avión enciende sus alas, avanza como un bólido sobre la pista de despegue, levanta el vuelo, «¡papá!», y mientras se va dejando envolver por las nubes hasta alcanzar la altura de vuelo suficiente, «¡despierta, papá!», Él repasa mentalmente la nota del periódico, sonríe, y siente un gran alivio en el corazón.
—¿Pero qué carajos estabas haciendo, papá? —Le tira de la camisa, poniendo al tiempo una cara de what?
—Pensando… —dice Él.
—¿Ah, sí? ¿Y qué carajos estabas pensando, papá?
—En un verdadero espectáculo —dice Él.
Pero es como si ella ya no estuviera ahí.
Escrito por Bryan Hernández Torres.
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