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Caldero Cotidiano| Saber de música sin saber nada.

Por Roberto Muñoz

“Te quiero

Te querré

Te quise siempre

Desde antes de saber que te quería”

Jorge Drexler

Hace ya bastantes días, semanas y meses, tuve una pseudo-relación con alguien que se sentaba unas filas al costado en mi salón de clases de la preparatoria. Jamás me lo hubiera imaginado. Éramos bastantes distantes al momento de encontrarnos alguna vaga similitud. Ella era fiel lectora de Lovecraft y yo todavía seguía maravillado por José Agustín. Ella creía en Dios y yo ya ni me acordaba de como rezar -no se preocupen, si lo volvía a recordar cuando pedía que se me bajara la borrachera-. Y por último, ella estudiaba en el Conservatorio de Música, y yo, lo más cercano que estuve de la música fueron dos clases fallidas de guitarra donde no me aprendí ni el mugre círculo de sol.

Por alguna extraña razón, y contra todos los pronósticos, comenzamos a salir. Las risas hicieron que aquella chispa durara días, y en una ocasión, ella me invitó a una cita bastante peculiar:

–Te quiero invitar a un concierto de un cuarteto de chelos en el conservatorio– me dijo.

Acepté porque desde siempre me ha gustado andar vagando en el mundo exterior. También porque jamás había ido a un concierto de esos; los únicos conciertos que conocía, eran donde una banda salía a cierta hora y tocaban mientras nosotros coreábamos y nos emborrachábamos, o alguien por ahí comenzaba a rolar un churro de mota. Desconocía mucho sobre música clásica. Sabía que Beethoven era sordo, que una canción de Sebastian Bach aparecía en una película que me gusta mucho (Enter the Void), y que Cerati había grabado un álbum con una banda sinfónica (11 episodios sinfónicos). Así que por curiosidad a ese lugar extraño terminamos por concretar la invitación.

Me alisté y salí de casa por la tarde; el concierto era en la tarde-noche, pero tengo una mala costumbre de llegar excesivamente temprano a todos lados. Me sentía como un animal que estaba a punto de adentrarse en un territorio peligroso, donde se encontraba una de las especies más nocivas y pretenciosas de esta jungla urbana: los músicos. <<No entiendo por qué me invitó, si cuando hablamos por primera vez le dije que me cagaban los músicos por ‘mamadores’, y que los que tocan en las rondallas son la gente más ñoña que puede existir>> pensaba. Pero había aceptado y ya me encontraba perdiendo el tiempo en el parque que esta frente al Conservatorio.

Me senté en alguna banca, y no podía dejar de imaginarme situaciones donde tenía que estar preparado con alguna respuesta: Si ella me presentaba a uno de sus pretenciosos amigos y este me preguntaba: “¿Y tú tocas algo?” Yo le respondería con mucha seguridad: “Pues la verdad no, pero canto muy bien el himno nacional todos los lunes sin falta”, cosa que no era cierta. Así me encontraba perdiendo el tiempo; después me distraje al ver que un vendedor de Movistar le estaba ofreciendo un cambio de chip a dos sujetos, y que estos aceptarían a cambio de que el vendedor aceptara darse unos “pipazos” con ellos. Me di cuenta que el vendedor era muy comprometido con su trabajo cuando sujetó la pipa y comenzó a fumar; pasado ya algunos minutos este no paraba de reír. Para el vendedor este fue uno de los días más atrevidos y felices de su vida, y para el par de sujetos este fue el día en que se cambiaron a una compañía telefónica horrible.

Cuando comenzó a oscurecer y las luces de la ciudad comenzaban a palpitar, ella salió por la puerta del Conservatorio. Traía un vestido azul y venia acompañada por esa sonrisa perpetua que siempre traía pintada en la cara, y unos cabellos que parecían truenos. Al entrar me di cuenta que tenía razón: es un mundo distinto. Al cruzar la entrada y llegar al primer patio rectangular, todo estaba inundado por estuches e instrumentos que brillaban por la luz que reflectaban de los focos del techo. Ella me señaló el salón donde sería el concierto; antes de ingresar nos topamos con uno de sus amigos que tocaría esa noche. Ya tenía listas mis líneas bien ensayadas, pero éste no más nos saludó rápido y se alejó. Al tomar asiento, me dediqué a mirar aquel salón: parecían el interior de un palacio victoriano. Me intenté relajar contando la anécdota del vendedor de Movistar. Nos reímos y al tocar otro tema de conversación, fuimos interrumpidos por un señor que comenzó a dar instrucciones. Eran simples: guardar silencio, poner atención, aplaudir en ciertos momentos, y tratar de imaginar algo al momento de escuchar el concierto. <<Pinche Roberto, a donde te viniste a meter>> me dijo mi conciencia. Ya no recuerdo qué canciones eran; yo solamente me dediqué a mirar el techo, y fugazmente las piernas de mi acompañante, y en algunas ocasiones mirar como los Violonchelos se lucían. Aplausos y silencio. Cuando menos me di cuenta, el concierto dio fin. Más aplausos.

– ¿Imaginaste o pensaste en algo?- me preguntó mientras toda la gente comenzaba a salir.

Como no había puesto mucha atención, tuve que inventar algo sobre planetas; exageré en algunas cosas. Salimos de vuelta a la calle. Ella no paraba de hablar sobre lo que le provocaba la música. Le brillaban los ojos y sacudía las manos por la emoción.

–Algún día tú estarás ahí enfrente y yo solamente me dedicaré a aplaudirte- le dije. Me sonrió.

–¿Nos vamos?- pregunté al ver que ya anochecía. Me dijo que vendrían por ella. <<Mierda, tendrás que regresarte solo. A ver si no te asaltan >> me volvió a decir mi conciencia. Durante todo el trayecto hacia mi casa venia contento, pensado en sus palabras. Al llegar, traté de tomarme lo de la música más enserio.

–Esta canción me recuerda a ti– le conté un día. Era una canción de Jorge Drexler.

Tiempo después, la cantamos sobre la sombra de un árbol. Y días después nos mandamos al diablo. Hace poco le dedicaron una canción del mismo artista a mi hermano.

–Aguas, Jorge Drexler es mal augurio- le aconsejé.

No hace falta estar en el Conservatorio para sentir la música. Todos sabemos de música sin saber nada. Cantamos y tocamos sobre guitarras y baterías imaginarias todo el tiempo. Cuando nos sentamos, nuestros pies siguen el ritmo de una canción que escuchamos por ahí. Refugiamos anécdotas y sentimientos en las melodías. Pagamos o pirateamos por una voz que escupe palabras, por una guitarra que rechina, o por la calma de un piano. Esto lo pienso ahorita. Me hubiera gustado decirlo aquel día cuando salimos del concierto. Por ahora, y plagiando el título de un álbum de Soda Stereo: solo nos queda tener confort y música para volar por el resto de nuestros días.

 

 

*Imagen de entrada: Joy Laville

Visita número 265

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