LOS DÍAS DE PLAZA. Andar un Lunes en San Pedro Pochutla
Mi primer lunes en Pochutla, fue espectacular. Miré las cosas con una intensidad que desconocía. El día de plaza se anuncia, a sí mismo, con gran eficacia. La gente pasea por las calles como hormigas. Suben bajan, abordan, descargan, sujetan, intercambian, sonríen, comen, empujan. Hace un calor descomunal. Los lunes, especialmente los lunes, el sol se acerca más a la tierra, a la playa, a la costa.
Las lechugas se carcajean encima de canastas de carrizo que vienen de la Sierra. Viajan juntas compartiéndose sus ondeadas orillas entre la carretera curva de estos lugares. Los pescados, han de cambiar su pasión; una muerte vertical los coloca uno junto a otro, colas y cabezas han quedado separadas. La mujer les espanta las moscas y los sueños, mientras grita con voz firme: ¡lleve pescado oreado!
La calle principal es el camino común y cotidiano, que en lunes se transforma en una vía del tren que lleva y trae recuerdos de otros tiempos. De cuando las fincas en medio de la Sierra contenían grandes cantidades de café. Donde lo menos vendible era el mar como objeto, y que ahora arrancado de su raíz parece ser lo único negociable.
Hay turismo siempre, entre la multitud de hormigas hay un paso lento de quien admira, como yo, de quien entorpece, como yo, el cargamento de un hombre que va contra el tiempo, de quien pregunta sin comprar por aquella pieza de barro que le recuerda los gustos exóticos de su padre. También las hormigas tienen su goce. Sonríen de puesto en puesto, caminan como peces entre la calle con una charola encima, anunciando sus manjares coloridos. Y saludan, aunque no haya dinero de por medio saludan, saludamos. Porque hay quienes, como yo, de consumidores expectantes un día comenzamos a habitar un lugar que no nos pertenece, pero que de vez en vez nos abraza. En mis intentos me voy confundiendo entre los arrecifes organizados, para vender un día de plaza. No soy hábil pero lo cierto es que el cálido saludo de la gente siempre invita a encontrar el final inesperado de ese tianguis.
Andar un lunes en las pequeñas calles pochutlecas, llenas de calor y sal, no es igual que hacerlo el martes o el domingo. Son narrativas diferentes. Es la costa y su brazo de marea amenaza con brisarnos la cara. Los taxis van y vienen. Y en la esquina una mujer con una caja de cartón ordena sus paquetes con tostadas de un maíz fresco. Más adelante, dobla la esquina el olor a café recién molido. El café viene de todas las direcciones para quedarse.
Me he perdido la imagen poética de más de 5 lunes con esta pandemia. No volverán lo sabemos. No solo se pierden en mi mente, en mi inútil necesidad literaria. Se pierde su movimiento natural, su trabajo, su energía vital. Temo sin embargo, que poco a poco quienes hacen de ese lunes un monumento al trabajo, quienes construyen con su esfuerzo diario en el campo o en la pesca o en cualquier lugar que contribuye a este intercambio comunitario, dejen de llegar cuando todo pase porque el capitalismo avorazado les ha quitado también el derecho a vivir. Temo que un lunes esté gris, sin los colores de la plaza. Pero temo más que el olor a café no llegue porque las manos de quien lo cosecha ya no están. Que la anciana que resguarda sus racimos de plátano de castilla, haya adelantado su viaje, sin tiempo para acomodar sus historias en una hoja de papel. Que los lunes dejen de ser lunes infinitamente.
Brenda Stephanie Contreras Cruz
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