El Mes Más Lluvioso
Por Roberto Muñoz
Antes de que terminara de deshierbar su plantío, Aurelio se sentó sobre la zanja que marcaba la delimitación de su ejido obsequiado por la revolución. Solamente le faltaba el costado, donde tres grandes ocotes dejaban caer su sombra y provocaban que las plantas del cultivo se secaran.
Soltó el azadón y junto con él, dejó caer su espalda para mirar el cielo. Casi al instante, vio como un zopilote a gran altura daba vueltas sobre su cabeza. En un país donde las señales son la premonición de algo; Aurelio supo que ese mal augurio podía ser la señal de que la muerte ya lo andaba buscando. Pero no hizo caso, pues se quedó hipnotizado por un atardecer que se tornó naranja donde las nubes delgadas dibujaban cosas que solo el entendía en su imaginación.
Cuando las nubes ya estaban por deshacerse, Aurelio sacó del bolsillo de su pantalón, la pacha de mezcal que su hijo le regaló a escondidas la semana pasada, y le dio un trago para seguir trabajando acompañado de su viejo cuerpo. Los grandes cúmulos de hierba, y la oscuridad que empezaba a asomarse, provocaban que ese par de ojos de 63 años no diferenciara a la primera, a la plana de la hierba. Minutos después, esos mismos ojos no pudieron diferenciar ese hilo rojo que parecía desenrollarse y que se lanzó contra su mano izquierda.
Dio unos pasos atrás para alzar su mano y verla con la poca luz que podía dar el sol agonizante. De cerca, su mirada asustada veía dos diminutos hoyuelos apenas arriba de sus nudillos. Se quedó quieto asimilando que el augurio estaba hecho. Sintió como de su pecho, una frustración brotaba; tomó el mango del azadón y lanzó golpes al suelo esperando que uno le diera a la víbora. No lo logró. Antes de que el sudor se manifestara, el hormigueo en su mano empezó a punzar tan fuertemente que lo obligó a parar el ataque y volver a la zanja.
Se volvió a acostar y lloró porque no solo el veneno estaba pasando por sus venas, sino también, una frustración que soltaba entre alaridos: <¡Este no es un lugar para morir!>
Lloro tanto que no se dio cuenta que la luna ya se estaba alzando, o pude ser que si lo notó, pero pensó que tal vez eran parte de su delirio. La debilidad hizo que no pudiera girar la cabeza cuando escuchó que un silbido y un tarareo de acercaba por detrás.
-Sé que eres tú, compadre.
-¿y cómo sabe que soy yo?
-Por su voz aguardentosa.
Sintió que se sentó a su costado, y con la vista borrosa alcanzó a distinguir cómo aquella silueta ancha veía con detenimiento el sembradío.
-¿y cómo va el cultivo?
-Mal, no vinieron fuertes las lluvias este año. Pensé que ya no lo iba a ver…
Paraba las oraciones porque sentía adormecida la boca, y que la lengua se le trababa como si toda la vida hubiera sido tartamudo.
-Pensó mal si creía que después de mi entierro ya no me vería; pero usted tranquilo, compadre, que ya nos vamos a ver más seguido. ¿Qué víbora fue?
-Una Coralillo… No veo nada.
-La víbora que le picó ya debe de estar lejos. Tranquilo, alguien vendrá por usted.
-Es que no veo nada, me duele mucho la mano.
-Ya, ya. Tienes que descansar, ya cierra los ojos, por favor. ¿Ya pensaste con quien te irás a despedir?
-De Silvana, con ella será.
-Está bien; cuando ya duermas, te vas rápido a despedirte, antes de que te encuentren y le digan que ya te has ido.
-Sí, compadre. Le diré que me hubiera gustado revivir nuestro hábito de acostarnos en nuestra parcela y comer naranjas. Que nuestras rodillas volvieran a quedar calcadas en nuestros pantalones por las manchas de clorofila. Oler nuestras manos y descubrir de nuevo el olor a Pachuli y a tierra húmeda. Porque eso lo hacíamos en el mes más lluvioso. Lo hacíamos en Mayo. Eso quiero… Quiero un olor a Mayo.
-Usted no se preocupe, váyase y dígale; ya verá que alguna persona buena encontrará su cuerpo e irá a avisar al pueblo…
-¿Usted cree…? En este lugar ya no sé quiénes son los buenos; todos me parecen malos.
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