Cántico Cósmico, Ernesto Cardenal || LIBRO PDF
LIBRO DE POEMAS
CÁNTICO CÓSMICO
Ernesto Cardenal
Editorial Nueva Nicaragua
Nicaragua 1989
La autoría de la siguiente presentación de la obra Cántico Cósmico de Ernesto Cardenal es de Martha Canfield (1949). El texto fue leído en Roma a propósito de la presentación bilingüe de Cántico Cósmico de Ernesto Cardenal en Italia. El texto íntegro está publicado en https://circulodepoesia.com/2014/04/sobre-canto-cosmico-de-ernesto-cardenal/
Un Dios íntimo y plural
Ernesto Cardenal es, sin duda, uno de los fundadores de la poesía hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX, junto al uruguayo Mario Benedetti, al argentino Juan Gelman, al peruano Jorge Eduardo Eielson, al colombiano Álvaro Mutis y a otros pocos. Pero a diferencia de ellos, Cardenal es el único que despierta sentimientos contrastantes, gran admiración y total adhesión intelectual por una parte, y hostilidad y rechazo por otra. Y es muy probable que esta recepción polémica y extrema no se deba solamente a su posición política y a su respectiva militancia – constante, inmodificada y absoluta en todos estos largos años de su vida –, sino también a algo más sutil y más difícil de entender profundamente, es decir, a su visión del mundo. En ella el reino humano y el reino divino, la dimensión inmanente y la trascendente, están estrechamente enlazadas. Y no alcanza recordar que Cardenal es católico para definirla claramente. Deberíamos agregar que es sacerdote, y que a pesar de haber sido suspendido a divinis no ha dejado jamás de considerarse un sacerdote y de vivir como tal, respetando los votos de castidad, de pobreza y de obediencia, por mucho que este último ponga en evidencia el conflicto entre leyes humanas y divinas. Cardenal es por convicción y por vocación un “desobediente”, un contestatario de las leyes humanas, o al menos de aquellas que provocan injusticia, discriminación y sufrimiento entre los hombres; pero no ha dejado nunca de amar a Dios y de obedecer a las leyes divinas.
En un mundo cada vez más volcado hacia el utilitarismo, el descreimiento y el oportunismo, la posición de Cardenal puede aparecer extrema, incluso exagerada; puede resultar incomprensible, aunque muy clara en su actividad pública y en su verbo poético. Así como la poesía mística y la santidad – aun constituyendo el grado más alto de la espiritualidad vivida y comunicada – se presentan ante la mayoría de las personas como una expresión y un estado “raros”, fuera de la realidad, extraños para los sentimientos y para las necesidades de los comunes mortales, las vivencias y la poesía de Cardenal no logran superar el muro de racionalidad que la mayoría razonante de nuestra época ha construido ante sí para protegerse de los valores absolutos que no producen una utilidad inmediata. César Moro reaccionaba furioso cuando oía citar a Juan de la Cruz sin el título de Santo; incluso si quien cometía esta imprudencia era un querido amigo suyo, de indiscutible cultura y sensibilidad, como Emilio Adolfo Westphalen. Hoy día, medio siglo más tarde, la tendencia a aplastar los valores espirituales sigue aumentando. Y una persona como Cardenal y una poesía como la suya, que gira alrededor del amor divino, resultan desplazadoras e incómodas.
Nosotros, en cambio, le pedimos al lector que se abandone a esta invitación exultante del poeta, que desde el principio y hasta ahora, en tantas y distintas formas, nos recuerda que todo en la naturaleza, hasta las más humildes criaturas, cantan para elogiar la vida como don divino y para recordar su eternidad, porque todo lo que ha sido creado está llamado a regresar en la resurrección:
En Pascua resucitan las cigarras
–enterradas 17 años en estado de larva–
millones y millones de cigarras
que cantan y cantan todo el día
y en la noche todavía están cantando.
[…]
¿Y por qué cantan tanto? ¿Y qué cantan?
Cantan como trapenses en el coro
delante de sus Salterios y sus Antifonarios
cantando el Invitatorio de la Resurrección.
(en Gethsemany, KY, 1960)
Todas las criaturas, grandes y pequeñas, soberbias y humildes, animadas o inanimadas, seres e incluso cosas, todo está rodeado por el amor de Dios y por tanto cada objeto está llamado a una vida mejor: ésta es la fe inflexible del siempre monje Padre Ernesto.
Detrás del monasterio, junto al camino,
existe un cementerio de cosas gastadas,
en donde yacen el hierro sarroso, pedazos
de loza, tubos quebrados, alambres retorcidos,
cajetillas de cigarrillo vacías, aserrín
y zinc, plástico envejecido, llantas rotas,
esperando como nosotros la resurrección.
(en Gethsemany, KY, 1960)
Pero los seres humanos, que han tenido el privilegio del libre albedrío, no siempre entienden estas verdades extraordinarias, y adoran falsos ídolos, y aprenden a mentir, acumulan riquezas, explotan al prójimo, «hablan de paz en las Conferencias de Paz / y en secreto se preparan para la guerra» (v. «Salmo 5», en Salmos, 1964)). Contra estos infames –los dictadores, los delincuentes– hay que luchar. Y la lucha tendrá un final feliz, porque Dios protege a los justos, bendice a quienes no creen en las mentiras de los poderosos, y los rodea con su amor / como con tanques blindados.
El mundo creado por Dios de manera perfecta y feliz ha sido deformado por el hombre. Por tanto hay que regresar la sociedad deformada en la que nos toca vivir hacia la forma justa que complace a Dios y que a nosotros nos abre las puertas de una felicidad auténtica y duradera. El Apocalipsis (1965) recreado por Cardenal canta con alegría la destrucción de un mundo que ha perdido el camino justo, porque de sus cenizas resurgirá un nuevo mundo mejor:
y el Organismo recubría toda la redondez del planeta
y era redondo como una célula (pero sus dimensiones eran planetarias)
y la Célula estaba engalanada como una Esposa esperando al Esposo
y la Tierra estaba de fiesta
(como cuando celebró la primera célula su Fiesta de Bodas)
y había un Cántico Nuevo
y todos los demás planetas habitados oyeron cantar a la Tierra
y era un canto de amor
También la recreación del mundo indígena, tantas veces hecha por Cardenal en El estrecho dudoso (1966), el Homenaje a los indios americanos (1969), Economía del Tahuantinsuyu (1988), y otras composiciones, nace de la certeza que la dominación de un pueblo por otro es de por sí negativa y censurable, y más aún cuando los pueblos subyugados y humillados son las grandes culturas prehispánicas de América. Entonces la injusticia cometida es más grave y se vuelve un deber cantar y reconstruir la historia de aquellos antepasados maravillosos, porque la cultura oficial, construida por los dominadores, nos ha enseñado a ignorarlos o, peor todavía, a despreciarlos.
Esta orgullosa reivindicación de las propias raíces indígenas –raíces históricas y culturales, que involucran a todos los hispanoamericanos, tengan o no sangre india– aparece en la obra de Cardenal en sintonía con un movimiento neoindigenista que se difunde en toda la América española a partir de las obras de Miguel Ángel Asturias en Centroamérica y de José María Arguedas en la zona andina. Ello lo señala además como heredero de la vanguardia nicaragüense, en la cual se asocian el espíritu innovador y la fuente popular. Él, en efecto, es el mayor exponente de esa línea poética definida como exteriorismo (porque se contrapone a la interioridad de la poesía simbolista y neo-romántica), descripta por él mismo como «objetiva, narrativa y anecdótica». Es una poesía más cercana a la prosa que al verso; y él prefiere de hecho el versículo, como evocación bíblica, pero también porque es más fácilmente conciliable con su estilo coloquial, directo y comunicativo: maestro de los «poetas comunicantes» lo había definido Mario Benedetti[1].
Pero el rasgo más original, más significativo y más profundo del Cardenal poeta está en la reducción a lo mínimo de su proprio yo, junto con la proyección del individuo en la historia colectiva y por fin, en esta ascensión toda vertical, en la proyección de la historia de un solo país –y para él se trata sobre todo, obviamente, de su Nicaragua– en la dimensión cósmica. En el Cántico Cósmico (1989), la obra que él considera fundamental entre todas las suyas, el origen del universo y la historia del pueblo nicaragüense se entrelazan; el diseño divino y el destino de su gente forman una unidad. Y más allá de las precisas nociones científicas –que el poeta constantemente convoca para sostener su lírica–, más allá de las historias contadas, a menudo trágicas, como la del inolvidable Laureano Mairena, «hijo y hermano», subcomandante de la revolución sandinista, lo que le queda al lector capaz de abandonarse a la magia de sus versos es la enseñanza, insólita en nuestros días, y la esperanza, rara y sublime, de la trascendencia. El Dios que nos ha creado y que nos espera, nuestro origen y nuestra última morada, de la singularidad mutilada y dolorosa al todo universal múltiple y dichoso, es un Dios que descubrimos en lo profundo de nuestra intimidad y que nos comunica y nos reúne con la diversidad y la pluralidad. Dios es uno y plural, como el universo, que quizás –nos enseña Cardenal– deberíamos llamar “pluriverso”. Es precisamente ésta su última magnífica lección, condensada en estos versos tomados de uno de sus libros más recientes, Versos del pluriverso (2005):
Evolución y trascendencia:
No hay diferencia.
El cosmos un proceso no acabado todavía
y la vida es un intermedio en ese proceso.
Una tierra que ansía unirse con el cielo
y un Dios que no es sólo funciones ontológicas.
Desde el Big Bang hasta el Reino de los Cielos.
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