EnsayoLetras

Los rezagados se fueron por el río.

Por Roberto Muñoz.

Para Saúl Camargo, la luna no alumbraba nada; esta versión más decadente que ahora ve, está muy alejada de la habladuría de su padre, cuando le contaba que en su infancia, los ojos del celeste blanco lo guiaban hasta el rio, sin la necesidad del fuego de una vela desgastada.

Después de terminar su recuerdo, recuerda su existencia.

Está agachado, dando la espalda a una fachada de paredes de adobe tan desgastadas por el tiempo, y con agujeros de balas como adorno; mira el lodo pegado en la puntera y en las suelas de sus botas, lo ve todavía muy húmedo, negro, y con un pequeño grosor. Comienza a apretar el fusil frio como señal de su notoria impaciencia, pero intenta calmarse recordando su adiestramiento. << Mis dedos ahorcan un Mauser K98, con un gatillo que constantemente se traba, y con la culata desgastada >> murmulla en voz baja. También le pasa la idea de que manos más mortíferas desgastaron esta arma al matar a más personas de las necesarias.

Inmóviles y acobijados por el frio, el pelotón 203 de infantería (del que Saúl formaba parte desde hace algunos meses) se encontraba al pie del mismo camino empedrado, frente a las ruinas de una casa que ellos mismos balearon la semana pasada. Aquel puñado de hombres seguían las órdenes del inigualable Sargento Mejía: un hombre alto, moreno, de aspecto tétrico, y con una voz turbia que indicaba cada movimiento muscular que tenían que seguir estos jóvenes.

Del lado izquierdo de la casa, había un rio ancho con una corriente engañosa, y encima de este, un puente que al cruzarlo te llevaba hacia las penumbras de cultivos y cerros, y que formaban el camino que comunicaba a San Dionisio y San Gregorio. Este puente es el punto intermedio entre estas dos comunidades, y el pelotón: un retén con órdenes de disparar a matar a todos los rezagados que intentaran cruzar el rio.

La información esa noche era muy precisa: Aproximadamente a las 7 de la noche, la policía municipal irrumpió en la reunión de un supuesto grupo guerrillero que presuntamente estaba conspirando para atentar contra el presidente municipal de San Dionisio. Al entrar a balazos al salón social donde estos se encontraban, el cumulo de personas se dispersó rápidamente, haciendo que algunos huyeran hacia ‘El Espinal’ y diversos cerros aledaños. Más tarde, al cuartel llegó un informe que decía que un grupo de integrantes que había escapado, se dirigían hacia San Gregorio, y que las órdenes ya las conocían bien: exterminar a provocadores y guerrilleros.

Mientras el sargento se levantaba del suelo lodoso, comenzó a hablar sobre temas políticos del que los soldados rasos poco podían opinar; en el fondo, a Saúl le daba curiosidad la forma en que Mejía escupía sus palabras al aire, como si en cada palabra con gotas de saliva predicara una nueva religión.

La razón por la que estaban tan tranquilos, es que esta no era la primera vez que lo hacían. Desde que Saúl llegó a esta parte del país, sabía que todo el cuartel se dedicaba a exterminar a La Guerrilla de Liberación Social. Una guerrilla que conformaban campesinos y maestros rurales, y que cada día tenían más presencia. Saúl también sabía que desde que llegó aquí, al Sargento Mejía se le había vuelto una obsesión acabar con los roedores comunistas que le ocasionaban migrañas y bilis por las noches. Por eso no les extrañaba que Mejía les dijera recurrentemente que ‘pararan bien la oreja’ por si venia alguien (esto a pesar de que en tan solo meses, cuatro integrantes de este pelotón ya comenzaran a tener principios de sordera).

Tratando de que la demora no lo haga retornar a otro recuerdo paternalista, Saúl mató a tres mosquitos que lo rondaban, pero se da cuenta de que uno logró ser catador de su sangre. Al levantar la cabeza, trata de distinguir alguno de los rostros entre la poca luz de luna. Junto a él, puede ver a Suárez, a Vargas, a Bravo, y a Torral. Tratando de agudizar su vista, al frente, del otro lado del camino, puede distinguir a Pineda, a Córdoba, a Peralta, a Mejía y, por último, a Ismael Ramírez. A este último le dicen ‘Bado’, segundo hijo de un matrimonio de obreros, que se enlistó en el ejército porque no quería terminar aceptando el mismo destino que sus padres; ya en este, hizo amistad con Saúl porque este tenía facciones similares a los de su hermano Braulio, quien había fallecido cinco años atrás durante una fiesta patronal, donde cuatro balazos repartidos por todo su cuerpo terminaron con su vida, todo a causa de una discusión mezclada con emociones etílicas.

Todos sabían bien, que el sonido de los grillos indicaba que la madrugada estaba más viva que nunca; sin embargo, el Sargento sabía que si no hacían algo, algunos bostezos comenzarían a brotar de aquel puñado de jóvenes, pues ya llevaban 4 horas atrincherados en busca de personas que aún no llegaban. Fue cuando dio otra indicación – el camino entre San Dionisio y este puente son como 15 kilómetros; dudo que los que escaparon vengan caminando, seguramente deben de tener algún vehículo; es por eso, que cada uno de ustedes ira a buscar una piedra y la pondrán a mitad del camino. ¿Está claro? –.

Todos encontrarían sus piedras a pocos metros de distancia, entre hierba y matorrales. Saúl encontraría una piedra de forma vagamente cúbica, que al llevarla al camino, y con una mentalidad aniñada, se imaginaba que carga una pequeña cabeza olmeca, similar a la que vio hace muchos años en uno de sus libros de la primaria. De los pocos recuerdos que le quedaban de un lugar que tuvo que abandonar.

Después de que las piedras fueran colocadas de tal forma que parecían parte de las ruinas de la casa, el pelotón se dividió y se escondió en los estribos del puente. Y de nuevo, no les quedaba más que esperar.  Para sentir un poco más poroso el tiempo, Saúl se recostó sobre un cimiento del puente, y con los ojos a cerrados, escucho una plática entre Suárez y Pineda, sobre unas mujeres que metieron a escondidas al cuartel.

Fue un ligero empujón en la espalda el que lo hizo escapar del sueño y levantar la cabeza; desconcertado, vio como alguien ponía su dedo a mitad de los labios, y después señalaba su oído; esa fue la señal de lo que su propia audición iría escuchando crecientemente: el sonido de un motor. Al igual que todos, concluyó que el sonido saldría del otro lado del caudal. Unos segundos después, todos acertaron: un par de luces de una camioneta salía de entre la oscuridad de los arboles e iluminaba parte del puente. No eran necesarias más órdenes, cada uno sabía lo que tenía que hacer, esto ya era una rutina que se les estaba adhiriendo a sus pieles.

Antes de que la camioneta terminara de cruzar el puente, todos cortaron cartucho. Cuando las luces iluminaron por completo las piedras, una indicación salió por detrás y el silencio se vio interrumpido por una ráfaga de balazos. Esta vez, no hubo una indicación para parar la masacre, todos apretaron el gatillo hasta que el cargador dio señales de que estaba vacío. Mientras cargaban, el Sargento envió a algunos a revisar. El cateo iba con normalidad hasta que Torral de forma fuerte dijo: ‘aquí siguen dos vivos, mi Sargento’.

Los sacaron arrastrándolos, ambos gritaban, eran un hombre y una mujer. El hombre, ya se veía de edad grande, era obeso y tenía dos balazos. La mujer era joven, de no ser por la bala que le cruzó la pierna izquierda, hubiera salido ilesa. Ambos fueron sometidos y tirados frente a la casa.

-Vargas, vaya y revise el carro, a ver si traen algo – dijo el Sargento Mejía. – Suárez, dígale a Bravo y a Peralta que lo ayuden a sacar los cuerpos; pónganlos cerca del puente.

Mientras todos asistían con las cabezas y se alejaban para seguir las ordenes, el Sargento se acercó a Saúl, se paró a su lado y se quedaron viendo por un instante a los dos vivos sufriendo. – Camargo, apúnteles bien, sin miedo –.

-Bado…

-A sus órdenes, mi Sargento.

-Tráigame al menos gritón, al otro dale un tiro y llévelo con los otros.

Bado cumplió cada palabra, le tomo unos segundo decidir quien sufría menos. Eligió a la joven, la apartó con una patada, y fue cuando le soltó un tiro en la cabeza al otro. Tomó de los cabellos a la mujer y la llevó hasta el Sargento.

-Esta noche ha sido tediosa; quiero irme a dormir, así que lo haremos rápido: ¿A que iban a San Gregorio?

-No sé dónde es eso, nosotros íbamos hacia la costa.

-No sea pinche mentirosa – respondió Mejía junto con un golpe a la pierna herida; esperó a que la joven dejara de llorar, y volvió a preguntar. – ¿A dónde se fueron los otros?

-¿Cuáles otros? Si los acaban de matar – dijo entre sollozos.

-¿Cómo te llamas?

No hubo respuesta.

– ¡Que cuál chingados es tu nombre! – volvió a decir gritando y dándole un golpe en el estómago con la culata del arma.

Saúl no dejaba de ver a la joven. Quería irse a otro lugar pero que esta vez sus piernas habían echado raíces a la tierra y que no se podía mover. Solo le quedaba ser testigo de esta mujer que tenía labios delgados y la mirada tiesa. Aún no lo sabía pero esa mirada sería algo que en un futuro no podrá olvidar.

De pronto, Vargas llegó y rápidamente le dio unos papeles al Sargento. Este los miró con detenimiento un buen rato. Volvió y los desdobló frente a la mujer; muchos eran pequeños carteles marcados con dobleces, tenían la ilustración de un campesino vestido de zarape y sombrero de palma, también tenía unas letras gruesas que decían: “Ingresa al Partido Comunista. Por la unidad del pueblo. Por el triunfo completo de la revolución. Por un México libre y feliz.” Los otros papeles estaban más cuidados, pues eran trámites que tenían el sello de la Universidad. Ahí, el Sargento Mejía se daría cuenta que estos no eran los que buscaban. El esperaba a un grupo de campesinos malnutridos, no a una manada de educados.

-¿Ya viste que no éramos nosotros?

-Pero son casi lo mismo, traían todo un ‘tesoro rojo’. Si no era yo, de todos modos los matarían. Estoy seguro que si no se hubieran topado con nosotros, esos carteles hubieran causado una molestia a otro pobre Sargento. Así que le acabo de quitar un peso de encima. Mira, de aquí al cuartel son varios kilómetros, y mis muchachos y yo estamos muy cansados como para llevar a un prisionero, así que solo hay una solución: te tenemos que matar.

-Te sientes mucho con tu arma, ¿verdad? Anda, ¡mátame!, pero solo recuerda que no toda tu vida una pistola te va a defender. Ya llegará el día donde acabarás igual que yo. Muchos de los que luchamos por este país acabarán contigo.

-Eso ya lo veremos, por lo mientras debo de seguir con mi trabajo. Adiós.

-Saúl, usted mátela.

Mientras levantaba un poco el arma, sintió como su garganta no podía pasar saliva; fue la misma sensación que tuvo cuando vio fallecer a su padre. Aún así, hizo presión sobre el gatillo y disparó. Fue un solo disparo el que terminó con el sufrimiento de la mujer. En el fondo, a Saúl le hubiera gustado que su arma se hubiera trabado, y que otro fuera la que disparara, pero no fue así. Después, alguna mano le pasó el puñado de papeles; y entre ellos, vería que estaba su nombre. Se llamaba Susana.

Saúl se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el río. Al llegar a la orilla del caudal, se puso el fusil en la espalda y se arrodilló. Con las palmas de sus manos se empezó a limpiar la cara, como si en cada frotada tratara de limpiar la culpabilidad que sentía. Quería pensar que esto era una pesadilla demasiado realista, pero al ver su reflejo en el agua se daría cuenta que estaba más despierto que nunca. Al voltear, observa como el pelotón lleva los cuerpos hacia el rio y los avientan al agua. << ¿No piensas ayudarnos?>> le dice Torral, mientras cargaba un cuerpo completamente baleado.

Así transcurrieron algunos minutos. El último cuerpo en ser llevado a la orilla fue el de Susana; al tirarlo, todo el pelotón contempló como la corriente se los llevaba. No se hundían. Pero vieron como los rezagados se fueron por el río.

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