EnsayoLetras

Caldero Cotidiano| Rebelión en la cancha

Por Roberto Muñoz

Cruzazulear: Incapacidad de alcanzar una meta pese a tener las circunstancias a favor.

Primer Tiempo

Desde que uno abre los ojos por primera vez y nuestra existencia va cobrando importancia con el paso de los días, hay una cosa que inquieta a muchas personas, una pregunta cuya respuesta es fundamental por la posición que te va a generar en tu vida: ¿A qué equipo de fútbol le vas?

Posiblemente, esta pregunta es la más importante que te hacen de niño, incluso más importante que saber cuándo es tu cumpleaños, o la dirección de tu casa. Porque la respuesta que des, puede ser causante de muchos traumas; pues delata tu personalidad, e incluso, el honor de tu familia. Es por eso que, para evitarte una vergüenza en tu primer círculo social, alguien cercano a ti se encarga de adoctrinarte para que elijas el equipo predilecto de la familia. No hay vuelta atrás, el equipo que te dan es el que llevarás estampado en tu currículum cotidiano por toda tu miserable vida.

Hay quienes en sus genes traen una rebeldía absoluta y desafían esta premisa; cuando ya tienen algo de raciocinio, eligen un equipo que ellos creen que los hace sentirse orgullosos; regularmente, esta es la primera decepción que le causas a tu familia. En mi opinión, es completamente válido. Para mí, hay otras situaciones que sí son viles y despreciables.

La primera: “No irle a ningún equipo de fútbol”. Decir esto en la primaria puede ser una declaración catastrófica, porque la actitud de manada que todos adoptábamos en esa edad, ocasionaba que se te alejara como a un leproso, tachándote como alguien que vive fuera de la realidad. Similar a los niños que no veían las luchas libres, o los que decían que su equipo favorito era “México”.

La segunda: “Cambiar de equipo”. Un acto sumamente repulsivo. Solamente los cobardes y traidores lo hacen, y si viviéramos en una época más hostil y revolucionaria: se les pasaría por las armas.

La tercera: “Irle al América”. Por sí solo, decir esto en cualquier momento de tu vida te hará cargar con muchos prejuicios, principalmente: el de ser tachado como ratero.

Segundo Tiempo

Después de los partidos políticos, los equipos de fútbol son los que más decepcionan a la gente de este país. Para mi afortunada desgracia, yo nací en una familia cuyo equipo predilecto era el Cruz Azul.

Incontables son las veces que este equipo me ha causado desordenes emocionales y traumas permanentes. Recuerdo que los fui a ver dos veces al Estadio Cuauhtémoc. Siempre iba confiado, pues jugarían con un equipo que no ha sido campeón desde 1990. Todo comenzaba bien: algún disparo cercano de ambos equipos, mentadas de madre al árbitro; la famosa “ola” que hace la afición, exceso de cerveza, comida fea con un precio exorbitante; vaya, un feliz momento para la familia mexicana. De repente, caía el gol del equipo contrario. Momento fúnebre para nuestra afición. Tensos esperábamos algún milagro, algo que valiera el precio del boleto. Cuando menos lo esperábamos, nuestro equipo empataba el partido. Algarabía total en esta grada. Una alegría que no nos duraría mucho tiempo, pues le meterían un segundo gol al Cruz Azul. Tristes, con la moral enterrada, esperábamos a que terminara esta barbarie.

Mi madre siempre estaba preparada para este tipo de situaciones, pues iba a los partidos con dos playeras: abajo la del equipo contrario y encima la del Cruz Azul. Así, cuando terminaban de sepultar al nuestro equipo en el marcador, mi madre se quitaba la playera de encima y se salvaba de la vergüenza que pasábamos nosotros.

El último trauma que he tenido con este equipo fue el pasado Diciembre. Cruz Azul había tenido un buen torneo, un buen director técnico y jugadores de primer nivel. Se jugaba contra Pumas, un equipo al cual todos no lo bajábamos de mediocre. El partido de ida fue una carnicería abrumadora porque Cruz Azul había metido cuatro goles. Por un momento pensé que esto sería mi única felicidad en esta pandemia. Al terminar el partido, muchos programas ya ponían a mi equipo prácticamente en la final. Las apuestas para el partido de vuelta era: Cruz Azul 99%; Pumas 1%. Lo único que tenían que hacer era no dejarse meter cuatro goles. Simplemente eso. Pero 1% es 1%.

Llegó el partido de vuelta, compramos Cerveza Pacifico, botana, y nos sentamos aponer absoluta atención. No había terminado mi primera cerveza cuando al minuto 3, Pumas metía el primer gol de la noche. Todo se fue al carajo. Los fantasmas del pasado regresaban para hacer de las suyas. Mientras transcurrían los minutos, mi pierna derecha intentaba taladrar el piso como señal de mi nerviosismo. A escasos minutos del final de la primera parte, otros dos goles de Pumas nos estaban matando toda escasa felicidad en nuestras caras. Ya nos estábamos preparando para la tragedia. Si Pumas empataba el partido, ellos pasaban a la final. Cuando el árbitro dio inicio a la segunda parte, yo intente hacer negociaciones con fuerzas superiores: <Diosito, si haces que Pumas no meta otro gol, te juro, te juro que el próximo domingo voy a misa por mi propia voluntad>. Por un momento, pensé que ya se había cerrado el trato, porque no había señal de gol alguno. Ya me estaba imaginando recibiendo la hostia de consagrar, cuando un descuido de la defensa hizo que sepultaran mis esperanzas con un cuarto gol. Un vacío en mi estómago hizo que me recargara contra la mesa. Silbatazo final. Silencio Total.

Tardé algo de tiempo en recuperar el habla. < ¡Es que no puede ser, a este pinche equipo lo debemos ir a bañar a un rio de Catemaco y que les hagan una pinche limpia profunda!> le dije encabronado a mi hermano. Caí en cuenta de que mi relación más toxica era con este equipo y no con mi última exnovia. Con los ánimos calientes dije que, por salud mental, ya no vería más los partidos del Cruz Azul. Actualmente, Cruz Azul lleva 8 victorias consecutivas. Les juro, le juro, que este año si es el bueno.

Tiempo Extra

Yo en esto del fútbol jamás fui bueno. Jugué las típicas “retas” en mi calle sin pavimentar, donde las porterías eran dos piedras con una distancia de cuatro pisadas, y el final del partido era cuando ya todos estábamos cansados. Cuando regresaba a casa, siempre venía con alguna rodilla ensangrentada, no por una jugada maestra donde me lastimé la rodilla metiendo un gol impresionante, sino, porque tenía el “don” de aventarme a lo estúpido entre el mar de patadas. De cualquier manera, hubo un momento donde hicimos un equipo y tuvimos la oportunidad de entrar a un torneo. No sabía que mi suerte sería como la de mi equipo favorito.

Nuestro entrenador era un cholo llamado Juan. Durante los entrenamientos nos contaba las andanzas que tuvo en los Estados Unidos y en algunas pandillas; nos dimos cuenta que el sabia muchas cosas de la vida, menos de fútbol. No importó, le entregamos nuestra absoluta confianza.

Un día antes de nuestro debut, también nos dimos cuenta que no sabía de combinaciones de colores cuando nos dijo que nuestro uniforme sería un short blanco, calcetas verdes y una playera blanca. Yo creo que en su mente esto se veía bien, pero al siguiente día parecíamos una manada de enfermeros del IMSS.

En el primer tiempo nos fue como a nuestros uniformes: horrible. Un pelón alto del equipo contrario estaba jugando de manera salvaje y ya había inhabilitado a dos de nuestros jugadores. A Juan no le quedó de otra más que decir: <Robert, vas a entrar y cuidado con el cabeza de rodilla>. Lo que no sabía Juan, es que de forma involuntaria hago todo lo que claramente me dicen que no haga. Tras un cambio entré de defensa y sabía que me iba a topar con el pelón porque él era delantero. La verdad, no hacia gran cosa, simplemente realizaba mi función de defensa: disparar el balón lo más lejos posible de nuestra portería. En una jugada donde el equipo contrario iba en contraataque, me tocó frenar al calvo, quien tenía la intención de meterle un riflazo a nuestra portería. De antemano sabía que no podía quitarle el balón, así que me puse al costado de él y rápidamente le di un puñetazo en los testículos. El pelón cayó al piso y la pelota siguió su trayectoria hasta el costado de nuestra portería. Yo me dediqué a levantar mis brazos y poner un gesto de inocente, pero el árbitro no me la compró y me terminó poniendo tarjeta amarilla, e indicé la señal para indicar un tiro de esquina. Después de unos segundos, un silbatazo dio inicio al tiro de esquina; mientras el balón pasaba por encima de nuestras cabezas y todos brincábamos para alcanzarlo, el lampiño de la cabeza alzó lo más que pudo su pierna derecha, y simulando cualquier movimiento sacado de Karate Kit, plasmó su tenis en mi nariz con una fulminante patada. Cando recuperé la conciencia, me dieron la triste noticia: <Perdimos, cabrón, nos metieron 7 goles>. Fue mi debut y despedida.

Final del Partido

Ahora solo prefiero ver como juegan los demás, sobre todo a los veteranos. Ellos sí que ocasionan una rebelión en la cancha, porque si el resultado no los favorece, nunca es tarde para hacer un altercado de proporciones descomunales. Después, saliendo enardecidos del césped y agotados por todos los puñetazos lanzados, llegan victoriosos al puesto de carnitas; comen y alguien saca la conversación: <¿Ya vieron cómo se pusieron de violentas las feministas?>.







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